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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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¿Será que Dios es difícil?

¿No resulta difícil entregar parte de nuestro tiempo y de nuestro corazón a quien no vemos, ni sentimos, ni palpamos? // Autor: P. Fernando Pascual LC


El corazón humano está hecho para Dios. Así lo explica el Evangelio, así lo enseña la teología, así lo sentimos en momentos particulares de la propia vida.

Sin embargo, muchos viven como si Dios fuese un extraño, un desconocido, un obstáculo, incluso un enemigo.

Piensan y deciden cada día como si hubiera mil cosas más importantes. Dios, al máximo, es visto como si fuera un satélite lejano. Otros lo ven como un residuo de civilizaciones superadas por el avance de las ciencias y la tecnología. Otros llegan a pensarlo como un enemigo de la propia libertad, un obstáculo para la realización personal y social.

¿Por qué ocurre esto? Cada ser humano camina según experiencias e ideas, encuentros y esperanzas. Lo inmediato se toca y se palpa continuamente. Parece más real un aparato electrónico o una sopa de verduras que un Ser que vive en un cielo desconocido, lejano, misterioso.

En cada elección quedamos marcados por lo que hacemos o por lo que dejamos de hacer. Nuestra mente y nuestro corazón perciben resultados concretos. El placer refuerza un comportamiento. El dolor nos aparta de lo que catalogamos como obstáculo para la propia felicidad.
Dios, ¿tiene un lugar en el frenesí moderno? ¿Quedan rendijas en la vida humana para un ser tan poco visible? ¿No resulta difícil entregar parte de nuestro tiempo y de nuestro corazón a quien no vemos, ni sentimos, ni palpamos?

La aparente lejanía de Dios, sin embargo, no es suficiente para apagar una luz interior que brilla en momentos concretos de nuestra vida. Tras un accidente, una enfermedad, un fracaso en las relaciones con amigos o compañeros, se hace más palpable que sin un Dios real y cercano la vida sería simplemente un juego de fuerzas y fortunas donde unos ríen y otros lloran, unos triunfan y otros sucumben.

¿Es eso el existir humano? ¿O podemos abrir ventanas a horizontes infinitos, posibles sólo si hay un Dios bueno, omnipotente, interesado por la vida de cada uno de sus hijos?

Este día tendrá sus momentos de exaltación o sus ratos de angustia. Si vamos más allá de lo inmediato, si rompemos con apegos a lo material que encallan el alma en lo que pasa fugazmente, seremos capaces de dejar espacio a un Dios que busca, que espera, que ofrece, que cura, que salva.

Entonces percibiremos que Dios no es difícil, porque es Alguien cercano, humilde, lleno de cariño. Tan cercano que el Padre envió a su Hijo al mundo para salvarlo. Tan humilde que Cristo puso sus manos en un madero y fue crucificado. Tan lleno de cariño que continuamente me ofrece, respetuosamente, el consuelo incomparable de su misericordia eterna.

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