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El demonio de la acedia - VIII

La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia. // Autor: P. Horacio Bojorge | Fuente: EWTN

La Acedia en la Sociedad


Queridos amigos:

A esta altura de nuestro programa sobre “El demonio de la acedia” me siento un poco menos cohibido ante la cámara, porque no estoy habituado a hablar en televisión. Y empiezo a verlos a ustedes más allá del objetivo.

Y les confieso que si hasta ahora han perseverado en seguir esta serie sobre el Demonio de la acedia, me siento también un poco con más confianza con los que han sido fieles y como encariñado con ustedes. Y por lo tanto movido a encarar ahora la acedia, no ya desde el punto de vista doctrinal (un poco como un tema o una doctrina, aunque nos refiramos a un personaje, y aun personaje funesto como es este demonio de la acedia), sino que quiero contarles un poco cómo el Señor me iluminó acerca de este fenómeno. Y cómo haberlo conocido me ayudó a conocer cosas que yo había vivido bajo otra luz. Y espero que también lo que ustedes en este programa hayan aprendido acerca de la doctrina sobre la naturaleza demoníaca de este fenómeno y cómo este demonio actúa - les ayude a ustedes también a comprender cosas vividas, iluminándolas en su pasado.

Les cuento un poco de mi vida. Yo vengo de una familia católica que no era practicante. Y en mi adolescencia descubrí el fervor religioso. Porque -a insistencia de mi abuelita- tomé la Primera Comunión estando en un segundo año de secundaria. Y ese fue el comienzo de mi vida de fervor. Recuerdo que la tomé un domingo en un templo del centro de la ciudad, sin mayor solemnidad, en un domingo cualquiera.

En un costado -me acuerdo- del comulgatorio, donde recibí al Señor.

Y estaba rodeado por los fieles y la asamblea de los fieles que recibían al Señor con una piedad eucarística que era para mí una enseñanza. Parecían ostensorios vivientes. Se volvían a sus bancos en un diálogo íntimo con el Señor. En un diálogo de amor. Y ahí tuve yo mi primera escuela de fervor eucarístico. Sin catequesis. Había aprendido simplemente las oraciones y los mandamientos.

Después adquirí un pequeño misalito bilingüe. Y con eso comencé a seguir la santa misa. Empecé a estudiar. Como era un estudiante de secundaria y el instituto donde yo estudiaba era laico, y de alguna manera adverso a la fe, empecé a defender mi fe ante mis compañeros que no creían. Ingresé a la Acción Católica. Y como yo era muy ignorante de las cosas de la fe (porque no había tenido catequesis) compré en, una librería de segunda mano, un libro de apologética: la apologética de Hillaire. Y así, defendiendo lo que no conocía pero ya amaba, empecé a conocer lo que había amado.

Un camino muy especial de nuestro Señor, que sin duda tiene su razón de ser para mí y para mi vida sacerdotal; y también para las almas que el Señor me iba a poner en el camino.

Después fui comprendiendo algo de estos recónditos designios de Dios en la vocación de cada uno.

Después recuerdo que descubrí el Kempis, que me fascinó. Aquélla fue mi escuela de oración con Jesús. Con Jesús sacramentado. En esa intimidad con que el Kempis nos hace hablar con el Señor, nos introduce en una especie de ampliación del diálogo que nos enseña el Padrenuestro: hablar con el Padre. Pero él [el Kempis] nos enseña a hablar piadosamente con Nuestro Señor Jesucristo y entrar en la confianza. Nos acerca al Corazón del Señor. Todas esas eran dulzuras para mí.

En mi primera etapa de mi vida religiosa, fue mi descubrimiento de la fe, - lo que podríamos llamar mi conversión, mi purificación también de los pecados de la adolescencia -, y así llegué a entrar en la Compañía de Jesús a los dieciocho años.

Recuerdo que yo leía el Kempis [La imitación de Cristo] en los tranvías que había en esos días en Montevideo, orando en la vida diaria. Y llegué al noviciado con mucha ilusión, deseando entregarme totalmente al Señor. Y al poco tiempo de estar en el noviciado -como seis o siete meses- empecé a sentirme un poco asfixiado por las formas. ¡Asfixiado por las formas!

Y llegó un momento en que aquel Kempis que me había gustado tanto me producía como un cierto rechazo. Empecé a sufrir lo que después comprendí que es lo que sufren los monjes en el monasterio: el ataque de la acedia al alma de aquel que quiere entregarse totalmente al Señor. (Lo hemos visto ya en un capítulo anterior). El demonio de la acedia lo ataca en ciertos momentos, porque ¡es claro! los rigores de la disciplina religiosa hacen que una parte de nuestra sensibilidad se subleve.

Esto lo comprendo ahora. En aquel tiempo no lo sabía comprender. Parecía simplemente una desolación más. Pero sí. Es una purificación que nos acompaña en la vía del camino hacia Dios. Sobre todo en la vida religiosa.

Pero eso no fue solamente un episodio que me atacara a mí. Me tocó vivir después -en los años subsiguientes- algo que pasó con la vida religiosa por aquellos años 50 y 60. Y que fue, precisamente, que las formas empezaron a asfixiar a muchos en la vida religiosa. Quizás porque éramos jóvenes que veníamos de un mundo menos cristiano ya. Y entonces sufrimos más de las formas. Y comprendo ahora -mirando hacia atrás- por qué las formas fueron cambiando progresivamente y después vertiginosamente. De modo que aquellas formas de la Compañía de Jesús en la vida religiosa que yo viví al inicio de mi noviciado, después fueron abolidas y cambiadas por otras menos ´formales´.

Ahora, meditando hacia atrás, a la luz de esta sabiduría sobre el espíritu de la acedia que el Señor me ha ido dando con los años -, comprendo que, muchas veces, donde hay formalismo, después se produce una acedia tal contra las formas que, en vez de llenarlas de espíritu, se comienza por abolirlas.

Y el formalismo, vacío de espíritu, puede conducirnos a la informalidad. Pero la informalidad -la falta de formas- no es garantía de que se recupere el espíritu. Uno puede tirar las formas y no recuperar el espíritu. Y eso lo he visto suceder, en parte, en mi propia vida. Lo he experimentado durante un tiempo. Después lo vi suceder con muchos compañeros míos que, habiendo entrado a la vida religiosa para abrazarse con el amor de Dios, no tuvieron la perseverancia y abandonaron la vida religiosa en distintos momentos de su formación. Ya sea poco después del noviciado, durante el noviciado, más tarde, y aún incluso después de su ordenación sacerdotal.

Mis conocimientos acerca de la acedia -lo que el Señor me ha dado a conocer- me permiten reconocer en esos episodios de mi historia, la razón de ser de aquellos acontecimientos. Cómo tantos fueron víctimas de un espíritu de acedia no reconocido. Y, por lo tanto, ha iluminado ese pasado mío.

Comprendí también- por qué después de muchos años de vida religiosa- aquellas obras de vida espiritual que nutrieron nuestro noviciado, (como por ejemplo las lecturas del Padre Rodríguez, el “Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas”), desapareció de las bibliotecas. Fue barrido, fue tirado, fue quemado en parte. Con una especie como de saña, de desagrado por aquel pasado que ya no se quería más. Se quemaron notas y diarios espirituales y hubo como una abjuración de aquel primer fervor que se confundía con las formas.

Comprendo también que muchos compañeros míos en la vida religiosa entraron -a veces- [viniendo] de un pasado de catolicismo formalista. Un poco ahogados por las formas. Y si yo, que había entrado en la vida religiosa con un fervor muy fresco, sufrí las consecuencias de las formas de la vida religiosa severa y austera de un noviciado, sufrí el ataque del demonio de la acedia, comprendo que el ataque a ellos fue mucho mayor; porque no tenían la memoria del fervor primero; sino que venían de las formas simplemente sin fervor que los vigorizara.

Comprendo que ese fervor primero a mí me sostuvo. Me inmunizó contra el demonio de la acedia y contra los formalismos que pudiera encontrar en el camino; y me dió, después, la posibilidad de mirar hacia atrás con otro conocimiento y otra sabiduría. Con otra comprensión de lo sucedido en mi vida que me ayudó también para comprender lo que sucede o ha sucedido en la vida de otros. También de las almas con las que el Señor me hace tratar en el ministerio.

Ustedes se podrán preguntar cuándo fue que yo empecé a conocer este demonio de la acedia. Fue bastante tarde en mi sacerdocio. Fue en la década del 90. Yo estaba dando el mes de ejercicios en un noviciado de religiosas, a las jóvenes novicias. Me quedaba bastante tiempo libre para escribir. Había escrito muchas otras cosas en otras ocasiones. Pero, en ese momento, yo estaba escribiendo unas fichas sobre los siete vicios capitales; para poder [ayudar a orar por] hacer el primer modo de orar de San Ignacio (uno de cuyos modos de orar es hacerlo por los vicios y pecados capitales y las virtudes opuestas). Entonces, había empezado a hacer fichas breves, explicando qué son los pecados capitales, qué es la soberbia, qué es la vanidad, qué es la gula, la lujuria, la tristeza, la envidia, la soberbia.

Entre esas fichas llegué a la ficha de la envidia. Y al llegar a esa ficha, - como la envidia es una tristeza por el bien, por el bien ajeno -, me encontré allí por primera vez con la acedia. No había oído hablar mucho de ella. O sí había oído hablar de ella (quizás en la lectura del libro de los Ejercicios de Perfección y Virtudes Cristianas del Padre Rodríguez), no había reparado en ese pecado. Quizás porque no se refería a una experiencia propia mía en aquellos tiempos. O porque no la supe conectar con ella cuando la sufría.

En ese momento empecé a escribir sobre la acedia. Pero no pude detenerme tan sólo en una ficha sobre la acedia. Aquella ficha empezó a crecer, a crecer y a extenderse. Con una comprensión de lo que era la definición de la acedia. Un poco con lo que he ido volcando en estos capítulos. Y de ahí salió un libro en el año 1995 - 1997 con una comprensión del fenómeno de la acedia como un fenómeno de la civilización) que se llamó “En mi sed me dieron vinagre, la civilización de la acedia”; donde reuní todo ese material que había ido saliendo de aquellas fichas ordenándolo por capítulos: 1) la definición de la acedia; 2) la acedia en las Sagradas Escrituras; 3) la acedia en el martirio: alrededor de los mártires, en los mártires y sus perseguidores, del impulsor del martirio que es el demonio; 4) la acedia en el mundo contemporáneo tal como yo la había padecido, y 5) también la acedia en la vida religiosa, 6) las causas de la acedia y los remedios.

Aunque en ese momento no reparé en que el primer remedio -el más importante- era la oración contra este demonio y el exorcismo, porque no tenía todavía tan clara la noción de que es un demonio. Que no es simplemente un fenómeno moral. Que no es simplemente un fenómeno psicológico sino que es demoníaco. Y que por lo tanto hay que combatirlo con la oración y el exorcismo. Y una parte importante del exorcismo es conocer su nombre. De modo que comprendo también, que habiendo conocido el nombre de lo que yo había vivido, pude librarme de algunos efectos de ello y pude ayudar a otras almas a reparar y a darse cuenta de lo que estaban padeciendo: que era una tentación de este demonio de la acedia.

Comprendo entonces perfectamente cómo lo que viví muchas veces durante mi vida o vi que vivían mis compañeros en la vida religiosa, eran ataques de este demonio de la acedia, que les hacía odiar las formas y hacerlos pasar a la informalidad: querer tirar todas las cosas.

Recuerdo que mientras estudiaba teología en Holanda, fui a Alemania a estudiar alemán en un filosofado de una orden religiosa, y estando yo allí llegó una carta del General de esa orden religiosa. Luego me enteré que aquello se debía a que los jóvenes del filosofado habían sacado una imagen del Sagrado Corazón que estaba en la escalera y la habían enterrado en el bosque. Era por los años 64-65. Aquí tienen ustedes un ejemplo de hasta qué punto la acedia había invadido las formas religiosas. Una especie de aversión a las formas religiosas e incluso a las imágenes sagradas. Quizás porque venía una invasión de otro gusto artístico. Pero en ese momento yo no comprendía a qué se debía eso.

En esos tiempos también toda la Iglesia -todo el pueblo católico- estaba invadida por esa reacción, cercana al Concilio, alrededor del Concilio, en que se quería innovar todas las cosas. Había una predisposición para terminar o abolir todas las cosas anteriores.

Recuerdo iglesias en las cuales se retiraban los reclinatorios; se sacaban las imágenes. Había como un despojamiento que acercaba a nuestros templos al aspecto de los templos protestantes: sin imágenes y sin los gestos tradicionales de la piedad cristiana. Eso en ese momento yo no lo comprendía, lo comprendí después.

Estaba contándoles que en ese momento en que, dando los ejercicios, comencé a ver el tema de la acedia, se me fueron iluminando pasajes y experiencias de mi vida anterior. Comprendí el motivo de esa pérdida del fervor religioso que yo había experimentado. Y que también lo habían experimentado tantos compañeros míos, con efectos mucho más funestos para su vida sacerdotal y de fe; para su vida religiosa.

Comencé también a comprender la apostasía. El fenómeno de la apostasía. Lo vi en numerosísimos católicos, que provenían de familias tradicionalmente católicas, en Uruguay. En pocas generaciones se terminaban las familias católicas y aquéllos que habían ido, junto con sus padres, al templo en la Misa dominical, después abandonaban la práctica. Y en dos o tres generaciones ya ni siquiera se casaban por la Iglesia. Habían abandonado también - por acedia, por acedia cultural- su fe. Viviendo en esta civilización de la acedia se habían contagiado de este demonio de la acedia que hace abominar las cosas de Dios y los signos de Dios y las virtudes teologales.

Muchas de esas almas que habían vivido un pasado fervientemente católico, no es que se convirtieran en malas personas. Pero, habiendo terminado su relación con Dios se abrazaban a las virtudes morales y cultivaban, entonces, lo que podemos llamar “una encomiable filantropía”. Amor a los hombres. Pero no el amor de la caridad fundado en Dios y motivado por Dios, sino una filantropía. Un amor humano. Un amor compasivo por los otros. En los cuales había un residuo de su capacidad de piedad hacia los otros; un residuo de su fe perdida. Y entonces conocí esos a quienes yo llamo «honorables apóstatas», «honrosos apóstatas»; que decían haber abandonado la fe y se entregaban a obras de caridad, a las obras de filantropía, a la lucha política, a intentar cambiar la suerte de los pobres, movidos por una compasión humana muy encomiable, pero que ya no era la motivada por la caridad cristiana sino por esa compasión humana filantrópica.

Habiendo dejado las virtudes teologales cultivaban este nuevo modo de vivir entregándose a las virtudes humanas con una especie de elegancia. Y yo me pregunto si no con una cierta soberbia de sentirse tan buenos. Habían terminado con la contemplación de Dios y de los misterios cristianos pero vivían ahora contemplándose a sí mismos. Y contemplando un poco el bien del que eran capaces. Y creo que haber sabido lo que es la acedia me ha ayudado a comprender el engaño en que habían incurrido estos personajes llevados por el demonio de la acedia.

Algunos habían pasado de la tristeza por las cosas de Dios a la aversión contra las cosas de Dios, y conocí algunos que habiendo sido creyentes y cristianos en su niñez o en su adolescencia, después se hicieron verdaderos enemigos de la fe católica abrazándose a aquellas acusaciones que se han hecho desde los ámbitos ideológicos, de que la fe católica era el opio del pueblo, de que había que terminar con la fe católica para que sobreviniera, pudiera venir la sociedad perfecta, la sociedad solidaria y sin clases.

A partir de estos contemporáneos míos, que habían descendido de las virtudes teologales a las virtudes humanas, y que vivían tratando de practicarlas con un fervor que suplía el fervor religioso perdido, pero que los llevaba a contemplarse a si mismos y a buscar la propia gloria en la propia bondad en el ejercicio de las virtudes morales, me fui remontando -a medida que pensaba y meditaba en el fenómeno- a los orígenes históricos de este proceso. Y me di cuenta de que no era contemporáneo. Que esto había comenzado en el pueblo católico bastantes siglos atrás. Que había sido un proceso que se había cumplido, por ejemplo, en la revolución francesa, (donde hubo un intento de abolir las formas cristianas, las formas católicas, y suplirlas por otras formas) Donde la Catedral de Nôtre Dame, por ejemplo, fue consagrada a la diosa razón, donde se quiso cambiar el calendario católico por un calendario puramente naturalista.

Fui cayendo en la cuenta de que había habido -históricamente- varios intentos de abolir la fe. No era solamente la revolución francesa, estaban la revolución bolchevique, el intento de abolir el cristianismo en los países del Oriente, en España, en México, en América Latina. Todos obedecían a una acedia que era intelectual que obedecía a una ideología; a razones “bien intencionadas”: se decía que era necesario que desapareciera esta fe que era un obstáculo para el progreso humano.

Fui comprendiendo que el demonio de la acedia había actuado en el pasado -históricamente- y había sido causa de las persecuciones en nuestros tiempos. Comprendí que esto había producido un combate de la filantropía contra la caridad. En mi propio país - Uruguay- los jesuitas fueron expulsados a mitad del siglo XIX, porque uno de ellos en la fiesta de la consagración de una religiosa del Huerto predicó diciendo que la filantropía que se proponía era la moneda falsa de la caridad.

Me di cuenta de que lo que yo había vivido y experimentaba en mi tiempo no era una novedad sino que era algo que venía sucediendo durante mucho tiempo a lo largo de la historia. Comprendí que el fenómeno del demonio de la acedia no era una cosa puntual, sino era algo que venía jugándose en la historia más reciente, si es que consideramos reciente la historia de los últimos siglos.

Después comprendí que esto en realidad se inició en el segundo acto de la creación. Cuando el demonio se empeñó -ya desde el comienzo- en abolir la obra de Dios como si fuese un mal. Fui comprendiendo que este empeño prosigue a lo largo de los siglos.

También fui comprendiendo un fenómeno que me había llamado la atención: el que muchas personas se sentían molestas con el ruido de las campanas. En Europa me lo encontré. Me lo volví a encontrar en algunos pueblos del interior de mi país. Había gente que protestaba contra las campanas y exigía que no se tocaran las campanas para convocar a Misa en horas tempranas. Y que la Iglesia cedía ante este pedido con cierta buena educación “para no molestar a los vecinos”.

Pero yo me preguntaba si esas personas no se sentían molestas con los ruidos de los salones de baile o de los aviones que pasaban atronando el espacio rompiendo la barrera del sonido, ¿por qué solamente con las campanas?
De los ruidos de la ciudad molestaban únicamente el sonido de las campanas, ¿por qué esta aversión al sonido de las campanas? Me parece que también allí había acedia.

Me encontré también en mi práctica pastoral, con personas que me decían que ellos habían sido -cuando niños- pupilos de colegios de alguna congregación religiosa, donde se les obligaba a oír misa todos los domingos. Y que consideraban que “habían oído misa para toda su vida”.
En ese momento me pareció que tenían una especie de empacho de Cristo, los llamé «los empachados de Cristo». Habían sido víctimas -quizás- de una imposición de las formas de la piedad y ahora estaban como resentidos con eso. Habían recalcitrado durante ese tiempo. No habían alcanzado nunca a introducirse en el espíritu que debía imbuir esas formas y hacerlas significativas.

Quizás falló, en esos pedagogos, la capacidad de inducirlos -a través de las formas- a encontrar el espíritu que había dentro. O, en muchos casos, no era por causa de los educadores, sino por causa de ellos mismos. Porque muchos otros compañeros suyos encontraron, mediante esas mismas prácticas, el camino de la fe en Nuestro Señor Jesucristo y perseveraron en el camino de la vida católica. Para ellos esas formas fueron motivos de empacho, de rechazo a las cosas divinas.

Y queridos amigos, estamos llegando al fin de este programa. Y podría seguir tanto tiempo hablándoles y contándoles de mi historia, de mi encuentro con el demonio de la acedia y de lo que el Señor me enseñó acerca de él para defenderme y para defender a sus ovejas. Y podría seguir aquí mucho tiempo, pero tenemos que terminarlo. Y por lo tanto los dejo hasta el próximo programa, pidiendo al Señor que los bendiga y al Ángel de la Guarda de cada uno que los libre del demonio de la acedia. Hasta el próximo programa si Dios quiere.

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Preguntas y comentarios al autor de este artículo, P. Horacio Bojorge S.J.

Enlace para leer el libro: LA CIVILIZACIÓN DE LA ACEDIA

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