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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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El demonio de la acedia - XI

La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia. // Autor: P. Horacio Bojorge | Fuente: EWTN

Causas y Remedios al mal de la Acedia



Hoy nos toca ocuparnos, en este capítulo 11 de esta serie, de las causas y los remedios para este mal de la acedia que es un mal espiritual, que se manifiesta en males morales y hasta físicos, pero cuya raíz es espiritual.

Los profetas Jeremías e Isaías nos han enseñado, como vimos en uno de los espacios anteriores, lo que es la acedia como ceguera para el bien o como confusión del bien y el mal, tomar el mal por bien y el bien por mal.

La acedia, como ceguera, se encuentra más bien situada como un fenómeno de la inteligencia, es una ignorancia, no se conoce el bien, se es ciego para el bien, y es consecuencia por lo tanto del pecado original.

El pecado original hirió a la naturaleza humana entre otras cosas con la ignorancia, principalmente con la ignorancia acerca de Dios, y eso permitió que Eva, por ejemplo, tomara a Dios por malo según la sugerencia que la serpiente le hacía de que Dios era egoísta y que no quería darles del fruto del árbol del amor de Dios, el árbol del conocimiento del bien y del mal, y que pensando que Dios no se lo daría se adelantó en querer tomarlo ella, por ignorancia.

La consecuencia del pecado original, en el comienzo, fue esa ignorancia acerca de los designios divinos que eran el darle -al ser humano- el fruto del amor, del árbol del amor divino que es la Santa Cruz, donde se daba el amor de Dios, como el amor del Hijo, para todos nosotros en forma eximia, maravillosa, casi asombrosa, y hasta atemorizante por ese adelanto, ese atropello del amor de Dios que viene a buscarnos y que puede hacernos vacilar.

Esa ignorancia es causa de la acedia, no se conoce el bien de Dios, se está ciego para el bien de Dios, no se conocen tampoco los caminos de Dios, se ignoran los caminos de Dios en esta revelación histórica y se busca a Dios por otros caminos por los cuales el hombre no lo puede alcanzar, por ejemplo los caminos psicológicos, los caminos del sentimiento, los caminos de la imaginación, los caminos puramente naturales, de las potencias naturales del hombre.

Las potencias naturales del hombre nunca pueden llegar al conocimiento de Dios sin una revelación divina en la historia, y Él eligió revelársenos en forma aprensible para nuestra condición humana, en forma de hombre, para que pudiéramos conocer el amor de Dios hecho hombre, lo hemos conocido en Nuestro Señor Jesucristo, es la fe en Nuestro Señor Jesucristo la que nos pone en conocimiento ahora del amor de Dios y del bien de Dios.

Dudar del amor de Dios es un efecto de la acedia, es una raíz de la acedia, por lo tanto es una falta de percepción, una apercepción de Dios, del bien divino.

Pero también se puede tomar el mal por bien y el bien por mal, existieron contemporáneos de Nuestro Señor Jesucristo y a lo largo de toda la historia han existido muchos que han pensado que la revelación de Jesucristo era una mentira, era una mal. Otros han pensado que su doctrina era un daño para la madurez del hombre o para el bien social, o el bien de la cultura o el bien de la historia, que era necesario emanciparse de esta fe en Jesucristo y emancipar a los hombres de esta fe en Jesucristo para alcanzar el bien.

Otros han querido aceptar solamente lo que el hombre puede alcanzar por medio de la razón y negarse a toda otra fuente de conocimiento que fuera la razón, desconociendo que la razón es limitada y que una razón que no conoce sus propias limitaciones es irracional.

Por lo tanto allí tenemos otra consecuencia de esta ignorancia que es una de las raíces de la acedia, uno de los motivos -en la naturaleza caída por el pecado original- del mal de acedia en el hombre.

La acedia se presenta como una corrupción de la inteligencia, pero si bien miramos, esta corrupción de la inteligencia tiene a su vez su raíz en una corrupción de los apetitos. Hay, a consecuencia del pecado original, una corrupción de los apetitos del hombre, de modo que el apetito de los bienes se desordena y no obedece a la razón, y puede incidir en que la razón se distraiga de los verdaderos bienes y quede la inteligencia limitada a la consideración de algunos bienes solamente, de los bienes creados, apartándose de la consideración de los bienes divinos, ya sea por ignorancia, ya sea por distracción.

Esas son las causas que hay en las potencias humanas para que el hombre pierda de vista el bien divino, se entretenga o se distraiga con los bienes creados o simplemente no piense en los bienes divinos o los ignore.

Pero hay una circulación entre los apetitos del hombre, desordenados por el pecado original, y también la herida en la inteligencia del hombre, que es la ignorancia acerca de los bienes verdaderos, de los bienes divinos.

De estas cosas nos habla también la Sagrada Escritura, San Pablo nos da en la carta a los Gálatas en el capítulo V una enseñanza que nos permite comprender este conflicto que hay en el hombre entre sus potencias, las potencias intelectuales y espirituales y las potencias sensibles, las potencias que están más próximas a su naturaleza instintiva, a su naturaleza pasional.

Dice San Pablo en la carta a los Gálatas, en el capítulo V, versículos 16 y 17:
Si vivís según el Espíritu, [como hijos de Dios, en el Espíritu Santo, conociendo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Vivir en el Espíritu en Pablo es vivir según la fe, es vivir como discípulo de Cristo aceptando la revelación histórica].
Si vivís según el Espíritu, [como hijos de cara al Padre, según ese Espíritu que nos enseña a decir “Abba Padre”], no daréis satisfacción a las apetencias de la carne [a los apetitos desordenados de la carne]. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne [los apetitos del Espíritu son Dios, las cosas santas, la eternidad; los apetitos de la carne son las cosas de este mundo, los bienes terrenos y perecibles]. Porque los apetitos de la carne y los apetitos del espíritu son antagónicos entre sí, de forma que no hacéis lo que quisierais [nuestro espíritu desea una cosa, pero los apetitos de la carne lo distraen de esos deseos espirituales].
Nuestros apetitos se clasifican, se especifican, por objeto del apetito. Hay un apetito de la comida, un apetito de sexo, un apetito de las cosas santas, también un apetito del espíritu, un apetito de ser amado, un apetito de amor.

Los apetitos de los bienes son aquellas cosas que nos llevan a los bienes, y cada uno se especifica por el bien al que se refiere.

Los dos apetitos de los que nos habla aquí San Pablo son antagónicos porque tienen objetos contrarios, unos son los objetos espirituales, santos y eternos, y otros son los objetos perecederos de esta vida. Nosotros estamos naturalmente en esta historia y necesitamos esos apetitos y dirigirlos con nuestra inteligencia.

Esos dos amores opuestos los encontramos también, expresados de una forma algo diferente, en la Primera Carta de San Juan, donde en el capítulo II, versículos 15 al 16, San Juan nos dice:
Hijitos míos, no améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él [son dos amores antagónicos, no se puede amar al Padre y amar al mundo. El mundo es la organización social y la civilización que crean los hombres que están sumergidos en la ignorancia de Dios, en el pecado, incluso en el rechazo de la revelación histórica del Hijo. El amor del Padre, entonces, es incompatible con el amor del mundo, no se puede amar al Padre -que conocemos a través de Nuestro Señor Jesucristo- y amar al mundo que Jesucristo nos ha mostrado como malo, equivocado y ciego para los bienes de Dios. Son amores incompatibles, como los apetitos de Pablo eran incompatibles].
Y sigue San Juan: Todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne [que son los apetitos instintivos], la concupiscencia de los ojos [que son los apetitos más espirituales] y la vanagloria de la riqueza- [o la soberbia de la vida] no viene del Padre sino del mundo.
¿Y que es lo que nos puede orientar en la elección entre un apetito y otro?, ¿por qué no podemos amar al uno y al otro?, nos lo explica inmediatamente San Juan a continuación diciendo:
Porque el mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre. Hay que elegir entre lo perecedero y lo eterno, esa es la elección ante la cual nos pone el orden de la caridad.
Tenemos que elegir lo eterno, lo que no pasa, todo lo perecedero pasa. San Pablo va a decir que el que vive para la carne muere con la carne, en cambio quien vive para el Espíritu vivirá eternamente, es una elección entre lo transitorio, lo fugas, lo temporal puramente, lo intraterreno, y esta otra dimensión que, sin arrebatarnos de la tierra ni del tiempo, no coloca en ella en plena verdad, poniéndolo a la luz de la verdad.

La acedia tiene, por lo tanto, como fundamento este conflicto de los amores, este conflicto de las pasiones que tiene su raíz en el desorden del pecado original, que desordenó a las potencias que ya no obedecen a la razón.

En su libro “Cruzando el Umbral de la Esperanza” decía Juan Pablo II, refiriéndose a esta acedia tal como se manifiesta en la cultura, que:
El pecado original es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El pecado original no es tan sólo la violación de una voluntad positiva de Dios [no es solo la desobediencia], sino también, y sobre todo, la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad de Dios [es decir hay una mirada sobre Dios de ignorancia, que se lo ve como rival, no como Padre no como amoroso].
Poniendo en duda la verdad de Dios que es amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo [eso explica que esta cultura mire a Dios no como bueno sino como amo].
Aquí se refiere a la filosofía de Hegel, a la dialéctica del amo y del esclavo, a Dios como rival del hombre y al hombre como rival de Dios, un poco como la visión del mito de Prometeo, que Prometeo tenía que robarle el fuego a unos dioses avaros.
Así el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre, en consecuencia el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios [lo ve como un enemigo a Dios, por eso le teme].
Y este mismo sentimiento contradictorio en el hombre, en el ser humano, entre una atracción -por un lado- hacia Dios y un temor hacia Dios, la afirma el historiador de las religiones Mircea Eliade diciendo que hay en el hombre una fascinación hacia Dios y al mismo tiempo hay como un temor de Dios.

Temor que no es el temor bíblico de Dios, el temor bíblico de Dios es el respeto, sino un miedo a Dios, como posiblemente amenazador y malo, como algo que amenaza a una parte de mi ser.

A esto se refiere San Juan también con su sabiduría, en su primera carta, en el capítulo IV, versículo 18, donde nos dice: El amor perfecto exorciza el miedo. La caridad perfecta que es la caridad filial, cuando conocemos a Dios como Padre, como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, y cuando participamos nosotros en el amor de Cristo, eso exorciza el miedo, exorciza la acedia, lo que nos hace ver a Dios como malo. Acá tenemos, entonces, la confirmación de que este fenómeno de la acedia es un fenómeno demoníaco un fenómeno diabólico.

Cuando se pregunta sobre los remedios para la acedia puede haber dos pre-comprensiones acerca de lo que es un remedio, que parten de dos visiones del hecho cristiano: Habrá que pensar en remediar la acedia o habrá que pensar, más bien, en cultivar y preservar la gracia de la caridad allí Dios la ha puesto y nos ha encargado cultivarla.

El mejor remedio es conservar la salud, así el mejor remedio contra la acedia es conservar la gracia y por lo tanto ser fieles a la gracia. Es lo que Nuestro Señor Jesucristo nos dice: “Permaneced en mi amor, yo os he dado ya el don del amor, permaneced en ese don”, lo habéis encontrado, hay que ser fieles a la gracia primera.

En eso está toda la vida cristiana, y en el permanecer fieles a la gracia primera está también la posibilidad de que Dios siga obrando en nosotros para concedernos los bienes que vienen, que no son tampoco fruto de nuestro esfuerzo, sino que son dados por nuestra fidelidad a la gracia primera, el permanecer fieles a lo que Él comenzó a hacer permite que Dios siga actuando en nosotros.

En la otra visión, parece como que Dios ha hecho algo en nosotros y nos ha largado a caminar por nuestra cuenta y todo dependería ahora de nuestro esfuerzo.

Dependería de nuestro esfuerzo el sanarnos de una acedia que nos ha sucedido en el camino como una especie de episodio.

Pienso que en la primera visión nos mantenemos en el gozo inicial, y que la segunda visión, puede ser -sin que lo advirtamos- muchas veces causada por una acedia que se extiende entre los creyentes y crece porque se pierde de vista el gozo de la obra divina realizada en nosotros, el gozo de la salvación, que es lo que debemos celebrar en nuestro culto.

Nos ocupamos ahora de pensar un poco sobre los remedios para la acedia. Una parte del remedio del mal está en conocer el mal, el Arcipreste Alfonso Martínez de Toledo, el Arcipreste de Talavera allá por el siglo XV, que el bien no seria sentido si el mal no fuese conocido, porque alguien puede decir “bueno, pero esta extensa disertación del mal de la acedia, ¿no es algo negativo, algo un poco pesimista, hablar tanto del mal?”, yo creo que la sabiduría del Arcipreste nos dice que ocuparse del mal nos permite conocer el bien y nos permite sobre todo defender el bien contra el mal que lo ataca.

Y ya, como sucede en psicología, conocer el mal espiritual que afecta a una persona, es ya parte de la curación. Un buen diagnostico es la mitad del tratamiento, conocer bien el mal es ya un principio para darle remedio.

Y los Santos Padres, que lo conocían bien, nos dan el remedio de la acedia diciendo que para conocer la bondad de Dios, y defenderse de la acusación contra Dios, hay que reconocer los bienes concretos que hemos recibido del Señor, y por lo tanto hay contemplar los bienes, los bienes particulares de creación, de salvación personal, lo que nos ha dado nuestra vida espiritual, la gracia que hemos recibido en los sacramentos, lo que hemos recibido -también- de las personas creyentes, todo el bien que hemos recibido en la Iglesia, pero también el bien que Cristo ha hecho históricamente, y por eso la Santa Madre Iglesia nos recuerda -con el año y el ciclo litúrgico- una y otra vez la revelación histórica de Dios, los misterios de su revelación en la historia.

Volver a recordar la encarnación del Verbo, su nacimiento, su Pasión y Muerte, su Resurrección, la contemplación de estos misterios, y la gratitud por estos misterios que la Iglesia celebra es un remedio contra la acedia, lo mismo que la contemplación de las gracias personales.

Pero no bastan los remedios individuales que apuntan a las personas, hemos dicho ya en esta serie, que la acedia es un mal de la cultura, que hay una civilización de la acedia, una civilización de la acedia que enseña que Dios es malo, que la religión es mala, que la revelación histórica es falsa o dañosa, y que eso lo hace, en las cátedras académicas o populares, de muchas maneras.

Vivimos en una sociedad que tiene sus resortes ya armados para rechazar la fe, la vida cristiana, la Iglesia, con calumnias muchas veces, con persecuciones violentas o solapadas.

Por lo tanto, para remediar la acedia también tenemos que pensar en que este mal también tiene que ser tomado en cuenta en la dirección espiritual, tiene que ser tenido en cuenta en la teología pastoral, tiene que ser tenido en cuenta en su carácter demoníaco, también en el envío misionero. Si Nuestro Señor Jesucristo nos envía a predicar, nos envía con poder de expulsar demonios.

Si no conocemos a aquel demonio que hace que las hace que las almas pueda considerar malo el Dios que nuestro mensaje les presenta, sino conocemos ese demonio, no podemos exorcizarlo, y muchas veces él -como ha sucedido en algunos casos que uno puede conocer- se apodera del mismo evangelizador, lo desanima, lo convence de que ese mensaje del que es portador no es interesante para el mundo de hoy, que debe adaptarlo o transformarlo a la medida de la aceptación de las personas que con acedia rechazan los aspectos de ese mensaje que su mal interior les impide recibir.

La acedia tiene dimensiones de civilización, el remedio de los vicios de una civilización debe investir dimensiones de civilización, es una tarea que excede nuestra capacidad individual, es una tarea -diríamos- de la Iglesia, de los medios que Cristo le ha dejado a la Iglesia, de los sacramentos, de la santidad de la Iglesia.

Hablando del remedio para la civilización de la acedia pensamos espontáneamente en la civilización del amor que vienen reclamando proféticamente los Papas, ellos han intuido -de pronto- que contra una civilización que peca contra el amor el único remedio está en procurar una civilización del amor.

Con esto queridos hermanos hemos tratado de resumir brevemente estas reflexiones, esta doctrina de los Santos Padres acerca de las causas de la acedia y de sus remedios, los esperamos en el próximo episodio, hasta entonces nos despedimos deseándoles la bendición de Dios.
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Preguntas y comentarios al autor de este artículo, P. Horacio Bojorge S.J.

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