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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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La Fe Cristiana:2 - La Revelación (Segunda parte)

Fuente: Opus Dei
3. La Revelación como historia de la salvación culminada en Cristo

Como diálogo entre Dios y los hombres, a través del cual Él les invita a participar de Su vida personal, la Revelación se manifiesta desde el inicio con un carácter de “alianza” que da origen a una “historia de la salvación”. «Queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación, con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras. En su tiempo llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo, al que luego instruyó por los Patriarcas, por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio»[9].

Iniciada ya con la creación de nuestros primeros padres y la elevación a la vida de la gracia, que les permitía participar de la intimidad divina, y luego prefigurada en el pacto cósmico con Noé, la alianza de Dios con el hombre se revela de modo explícito con Abraham y después, de manera particular, con Moisés, al cual Dios entrega las Tablas de la Alianza. Tanto la numerosa descendencia prometida a Abraham, en la cual serían bendecidas todas has naciones de la tierra, como la ley entregada a Moisés, con los sacrificios y el sacerdocio que acompañan al culto divino, son preparaciones y figura de la nueva y eterna alianza sellada en Jesucristo, Hijo de Dios, realizada y revelada en su Encarnación y en su sacrificio pascual. La alianza en Cristo redime del pecado de los primeros padres, que rompieron con su desobediencia el primer ofrecimiento de alianza por parte de Dios creador.

La historia de la salvación se manifiesta como una grandiosa pedagogía divina que apunta hacia Cristo. Los profetas, cuya función era recordar la alianza y sus exigencias morales, hablan especialmente de Él, el Mesías prometido. Ellos anuncian la economía de una nueva alianza, espiritual y eterna, escrita en los corazones; será Cristo el que la revelará con las Bienaventuranzas y las enseñanzas del evangelio, promulgando el mandamiento de la caridad, realización y cumplimiento de toda la Ley.

Jesucristo es simultáneamente mediador y plenitud de la Revelación; Él es el Revelador, la Revelación y el contenido de la misma, en cuanto Verbo de Dios hecho carne: «Dios, que había ya hablado en los tiempos antiguos muchas veces y de diversos modos a nuestros padres por medio de los profetas, últimamente, en nuestros días, nos ha hablado por medio de su Hijo, que ha sido constituido heredero de todas las cosas y por medio del cual ha sido hecho también el mundo» (Hb 1,1-2). Dios, en Su Verbo, ha dicho todo y de modo concluyente: «La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo»[10] (cfr. Catecismo, 65-66). De modo particular, la realización y plenitud de la Revelación divina se manifiestan en el misterio pascual de Jesucristo, es decir, en su pasión, muerte y resurrección, como Palabra definitiva en la cual Dios ha manifestado la totalidad de su amor de condescendencia y ha renovado el mundo. Solamente en Jesucristo, Dios revela el hombre a sí mismo, y le hace comprender cuál es su dignidad y altísima vocación[11].

La fe, en cuanto virtud es la respuesta del hombre a la revelación divina, una adhesión personal a Dios en Cristo, motivada por sus palabras y por las obras que Él realiza. La credibilidad de la revelación se apoya sobre todo en la credibilidad de la persona de Jesucristo, en toda su vida. Su posición de mediador, plenitud y fundamento de la credibilidad de la Revelación, diferencian la persona de Jesucristo de cualquier otro fundador de una religión, que no solicita de sus seguidores que tengan fe en él, ni pretende ser la plenitud y realización de lo que Dios quiere revelar, sino solamente se propone como mediador para hacer que los hombres conozcan tal revelación.

4. La transmisión de la Revelación divina

La Revelación divina está contenida en las Sagradas Escrituras y en la Tradición, que constituyen un único depósito donde se custodia la palabra de Dios[12]. Éstas son interdependientes entre sí: la Tradición transmite e interpreta la Escritura, y ésta, a su vez, verifica y convalida cuanto se vive en la Tradición[13] (cfr. Catecismo, 80-82).

La Tradición, fundada sobre la predicación apostólica, testimonia y transmite de modo vivo y dinámico cuanto la Escritura ha recogido a través de un texto fijado. «Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad»[14].

Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, las de los Padres de la Iglesia, la oración de la Liturgia, el sentir común de los fieles que viven en gracia de Dios, y también realidades cotidianas como la educación en la fe transmitida por parte de los padres a sus hijos o el apostolado cristiano, contribuyen a la transmisión de la Revelación divina. De hecho, lo que fue recibido por los apóstoles y transmitido a sus sucesores, los Obispos, comprende «todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree»[15]. La gran Tradición apostólica debe distinguirse de las diversas tradiciones, teológicas, litúrgicas, disciplinares, etc. cuyo valor puede ser limitado e incluso provisional (cfr. Catecismo, 83).

La realidad conjunta de la Revelación divina como verdad y como vida implica que el objeto de la transmisión no sea solamente una enseñanza, sino también un estilo de vida: doctrina y ejemplo son inseparables. Lo que se transmite es, efectivamente, una experiencia viva, la del encuentro con Cristo resucitado y lo que este evento ha significado y sigue significando para la vida de cada uno. Por este motivo, al hablar de la transmisión de la Revelación, la Iglesia habla de fides et mores, fe y costumbres, doctrina y conducta.

5. El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete autorizado de la Revelación

«El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado exclusivamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejercita en nombre de Jesucristo»[16], es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. Este oficio del Magisterio de la Iglesia es un servicio a la palabra divina y tiene como fin la salvación de las almas. Por tanto «este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer»[17]. Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia representan el lugar más importante donde está contenida la Tradición apostólica: el Magisterio es, respecto a esta tradición, como su dimensión sacramental.

La Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y el Magisterio de la Iglesia constituyen, por tanto, una cierta unidad, de modo que ninguna de estas realidades puede subsistir sin las otras[18]. El fundamento de esta unidad es el Espíritu Santo, Autor de la Escritura, protagonista de la Tradición viva de la Iglesia, guía del Magisterio, al que asiste con sus carismas. En su origen, las iglesias de la Reforma protestante quisieron seguir la sola Scriptura, dejando su interpretación a los fieles individualmente: tal posición ha dado lugar a la gran dispersión de las confesiones protestantes y se ha revelado poco sostenible, ya que todo texto tiene necesidad de un contexto, concretamente una Tradición, en cuyo seno ha nacido, se lea e interprete. También el fundamentalismo separa la Escritura de la Tradición y del Magisterio, buscando erróneamente mantener la unidad de interpretación anclándose de modo exclusivo en el sentido literal (cfr. Catecismo, 108).

Al enseñar el contenido del depósito revelado, la Iglesia es sujeto de una infalibilidad in docendo, fundada sobre las promesas de Jesucristo acerca de su indefectibilidad; es decir, que se realizará sin fallar la misión de salvación a ella confiada (cfr. Mt 16,18; Mt 28,18-20; Jn 14,17.26). Este magisterio infalible se ejercita: a) cuando los Obispos se reúnen en Concilio ecuménico en unión con el sucesor de Pedro, cabeza del colegio apostólico; b) cuando el Romano Pontífice promulga alguna verdad ex cathedra, o empleando un tenor en las expresiones y un género de documento que hacen referencia explícita a su mandato petrino universal, promulga una específica enseñanza que considera necesaria para el bien del pueblo de Dios; c) cuando los Obispos de la Iglesia, en unión con el sucesor de Pedro, son unánimes al profesar la misma doctrina o enseñanza, aunque no se encuentren reunidos en el mismo lugar. Si bien la predicación de un Obispo que propone aisladamente una específica enseñanza no goza del carisma de infalibilidad, los fieles están igualmente obligados a una respetuosa obediencia, así como deben observar las enseñanzas provenientes del Colegio episcopal o del Romano Pontífice, aunque no sean formulados de modo definitivo e irreformable[19].

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