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SS. Pedro y Pablo

Qué le responderíamos a Jesús si hoy nos preguntara: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? / Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer M ateo 16, 13-19 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en

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Dios hará el resto

El futuro pertenece a Dios. Podemos llevarle la contraria, pero podemos actuar en la dirección en que sopla el Espíritu // Autor: P. Jorge Salinas | Fuente: almudi.org

Cuando falta la confianza en la ayuda divina nos podemos ´atascar´ o ´bloquear´ por miedo al fracaso, es decir, por miedo a lo limitado de nuestras posibilidades

«Dejad que Dios diseñe su proyecto». Son palabras del Papa Francisco pronunciadas el 3 de junio, 50º aniversario de la muerte del Beato Juan XXIII, ante 2.000 fieles de la diócesis de Bérgamo. El Pontífice alabó la ilimitada confianza del Papa Bueno en la acción del Espíritu Santo, que le llevó a la convocatoria del Concilio Vaticano II, una decisión que requería una audacia más allá de toda prudencia humana.

Decisiones de ese tipo las encontramos en los mismos comienzos de la Iglesia. La conciencia de ser conducidos por el Paráclito lleva a los Apóstoles a un modo de actuar resuelto y arriesgado. Pensemos al procedimiento que siguieron para llenar el hueco dejado por Judas en el colegio apostólico. Jesús eligió a Doce y es preciso mantener ese sagrado número. Pedro inicia el proceso con una consideraciones muy razonables fijando el perfil del futuro Apóstol: «Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección» (Hechos, 1, 21-22).

Luego, se sigue un protocolo ordenado: selección de personal, ajustándose a las características requeridas para el puesto, y presentación de dos candidatos. Hasta aquí todo razonable, como en una empresa bien organizada. Pero al llegar a este punto, el paso definitivo es planteado de un modo distinto al de la lógica humana: «Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de estos dos has elegido, para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto del que Judas desertó para irse adonde le correspondía. Echaron suertes y la suerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles» (Hechos 1, 24-26).

Esa misma seguridad en la acción del Espíritu Santo que guía a la Iglesia, contando con la mediación de los Apóstoles, les lleva a afirmaciones sorprendentes. Recordemos el modo en que se redactan las conclusiones del Concilio de Jerusalén: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hechos 15, 28). Los Apóstoles se saben co-autores, co-protagonistas con el divino Don.

Es más, en la vida personal de cada uno de nosotros, quien nos guía es Dios mismo, contando con nuestra cooperación; es decir, con nuestra docilidad al Maestro interior.

Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», «Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin». Cada paso de nuestra vida, cada acción debe iniciarse ante Dios, a la luz de su Palabra.

Cuando falta esa confianza en la ayuda divina nos podemos "atascar" o "bloquear" por miedo al fracaso, es decir, por miedo a lo limitado de nuestras posibilidades

Con una perspicacia meramente humana el futuro siempre es incierto. En casi todo los órdenes de la vida: político, económico, empresarial, etc. Los analistas del futuro casi siempre se equivocan. Se atribuye a Churchill el comentario, con sentido del humor, acerca de los partes meteorológicos británicos durante la segunda guerra mundial: si hubieran dicho en cada pronóstico lo contrario hubieran acertado más.

El Catecismo de la Iglesia Católica describe «una bella palabra, típicamente cristiana: parrhesia, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado» (cf Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2,28; 3, 21; 5, 14) (n. 2778). Uno de los atractivos del Papa Juan XXIII era la transparencia de esa ilimitada confianza en Dios y en el futuro. En palabras de Francisco, «a través de este abandono cotidiano a la voluntad de Dios, el futuro papa Juan, vivió una purificación, que le permitió desligarse de sí mismo y unirse a Cristo, dejando de esta manera surgir esa santidad que la Iglesia más tarde ha reconocido oficialmente».

El futuro pertenece a Dios. Podemos llevarle la contraria (y eso será peor para nosotros), pero podemos actuar en la dirección en que sopla el Espíritu, y eso es lo mejor. El Papa Francisco dijo el otro día a los fieles de la diócesis de Bérgamo: «Imitad su santidad. Dejaros guiar por el Espíritu Santo. No tengáis miedo de los riesgos, como él no tuvo miedo. Docilidad al Espíritu, amor a la Iglesia y adelante... que el Señor hará todo el resto».


Sigue al P. Jorge Salinas en Twitter: @padrejorge

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